25 enero 2013

[Jesús atardeceres]

Jesús era el maestro de educación física de la escuela pública de un pequeño pueblo de la costa chilena. Tenía una excelente relación con sus alumnos y a través de juegos y actividades entorno a la capacidad motriz, les educaba en unos valores tan difíciles de cuantificar, como esenciales en su crecimiento. Jesús combinaba ternura, comprensión y disciplina de una manera innata, rigiéndose únicamente por su certera intuición. Todos los niños le querían como a un segundo padre, ninguno atendía a sus clases con desidia y tanto padres de alumnos como compañeros de escuela, le tenían en muy buena consideración.

Jesús disfrutaba de su labor educativa. Tras los años de experiencia, toleraba sin esfuerzo la efervescencia de la infancia, la contaminación acústica del griterío de los niños, el contínuo trajín de aulas, claustros y gimnasios, e incluso soportaba sin quejarse los dolores de espalda con que una vieja ciática le atormentaba de vez en cuando. Era un hombre tranquilo al que no urgían ni las prisas ni los excesos y que disfrutaba de su humilde vida, plácida y sencilla, tanto en el trabajo, como en su hogar.

La transición entre su jornada laboral y su vida privada sucedía al atardecer. Jesús se despedía de los últimos padres que hubiesen tardado en recoger a sus hijos y recorría el corto trayecto hacia su casa, a pie. Vivía en un pequeño chalet con amplias vistas desde el jardín. Acostumbrado a la rudeza del entorno urbano de su anterior vivienda, muy pronto después de mudarse a aquel encantador lugar, Jesús adquirió el hábito de sentarse cada tarde en el porcho, a admirar el espectáculo de la naturaleza. Fuese invierno, primavera, verano u otoño, a la hora del ocaso, Jesús observaba el cielo como un espectador maravillado: el encuentro del horizonte con el perfil de las montañas, la poesía fractal de las nubes oscureciendo, el melancólico cromatismo de su luz menguante. Desde una profunda sensibilidad poética, a Jesús le fascinaba la extensa variedad de lienzos que el cielo -día tras día- era capaz de lucir.

Más allá de la arrebatadora belleza de aquellos atardeceres chilenos, en aquellos minutos de mágica y sedante armonía, Jesús sentía que bebía de la fuente que le administraba el sosiego y la dicha con que vivía su vida. Pero lo que empezó como una sencilla y inocente visualización de sí mismo alimentándose de un manantial de paz, fue evolucionando lentamente desde el terreno de la imaginación, hasta la creencia insustituible de una realidad inventada. La liturgia de admiración del atardecer, pronto pasó a ser doctrina. Su pequeño lapso de serenidad, dejó de ser costumbre, para convertirse en necesidad.

La organización de las rutinas de Jesús giraba entorno a los atardeceres. Calculaba a qué hora se pondría el sol, a qué hora podría llegar a casa y durante cuánto tiempo podría alargar su ritual diario. Y si un día le faltaba su dosis, padecía al máximo todas las miserias que antes ni siquiera le incordiaban. Su adicción alcanzó el grado fisiológico, así que no es de extrañar que tratase de urdir algún plan para asegurarse el suministro contínuo de su ansiada droga.

En las muchas horas que había acumulado observando la curva descendiente del sol por detrás de la gran esfera terrestre, Jesús dedujo que debía existir una velocidad y una trayectoria sobre el espacio aéreo, a través de las cuales, la asistencia al atardecer se vería prolongada indefinidamente. Si ya no era capaz de esperar veinticuatro horas hasta su siguiente ocaso, lo perseguiría, lo cazaría y se inmortalizaría con él para siempre.

La tarde que Jesús tuvo finalmente acceso a la avioneta en que iba a realizar su gran sueño, el cielo estaba especialmente hermoso. Parecía que el sol le ofrecía su mano, invitándolo a saciar de una vez por todas su inagotable sed de adoración visual. Cargado al máximo de combustible, trazados perfectamente los planos y los cálculos, Jesús se disponía a efectuar el vuelo definitivo hacia el corazón de su propia esencia.

El éxtasis que Jesús alcanzó no está al alcance de la mayoría de seres humanos. Lloró de amor, rió de emoción: traspasó el limbo de la felicidad. Pero su inmensa fortuna no concluyó ahí. Maravillado, Jesús comprobó que el indicador de combustible permanecía inmóvil en la misma posición. Comprendió que ya no volvería jamás a la vida terrenal. Y colmadas la totalidad de sus células en un colosal placer sin final, Jesús se entregó al más magnífico de los viajes: el vuelo infinito hacia una eterna puesta de sol.

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