El puente de
asfalto entre mis vidas espejo es la autopista AP7. Sus tres grandes
tramos, sus tres largos brazos de gomas grises y manchas blancas, son
las tres fases de una transición de canciones, cigarrillos, ventanas bajadas y vecinos con prisa. En dirección sur, primero Girona, los
bosques extensos, latentes, como en permanente alerta, el bandido del
norte esperando en verano al turista de costa. Después la crudeza
del perímetro de Barcelona, los polígonos
industriales, los camiones lentísimos y furiosos, despiadados, con
la voz ronca y tatuajes de animales en las sienes. Y por último
Tarragona, el quejido seco de la hormiga en el campo, las rocas
terribles incrustadas en la tierra, el último peaje, la playa rasa y
larguísima como la brisa. Minúsculo, ridículo, me monto en la
alfombra de ruedas y dejo que se me ocurran frases, resúmenes,
conjeturas que nunca me sirven para nada que no sea práctico,
matemático, inútil. Algún día ha nacido un poema, otro una filia
y otros la nada más pura, más cierta. Y en las grandes ocasiones,
lágrimas de drama, o de comedia, o de fotografía gruesa enmarcada
en el pasillo de alguna de las casas donde aún me quedan espejos.
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