Blas, el
hijo de Lolo, no recordaba nada de su infancia. Su primer recuerdo se
remontaba a la adolescencia, a su primer día de clase en el
Instituto Harrelman, un centro privado de enseñanza secundaria que
estaba en la Avenida Cortés, en Tegucigalpa. Su padre lo había
matriculado entre las prisas de la mudanza, como si se tratase de una
gestión más, de un mueble más, de otro elemento más de la lista
de tareas que había que tachar, una a una, para poder olvidar de una
vez por todas su pasado español. Blas recordaba entrar por las
amplias puertas del Instituto sintiéndose empujado por la espalda,
como si algo o alguien lo estuviera obligando a nacer. Que no pudiese
recordar nada de su pasado anterior, Blas sabía que se debía a
algún tipo de bloqueo mental, y si jamás tuvo la más mínima
curiosidad, la más mínima tentación de tratar de escarvar en la
memoria, fue por el legado de actitudes que le dejó su padre. Lolo
solo hablaba de España cuando estaba borracho, y cuando lo hacía,
las historias eran tan inconexas como inverosímiles, y a Blas le
generaban un rechazo parecido al que se siente cuando se oyen
desvaríos de una persona que ha perdido la razón. Blas aborrecía
tanto la peste a alcohol de su padre como la sordidez de su
anecdotario. Y en el Instituto Harrelson, en régimen de internado
completo y con salidas de fin de semana no obligatorias, Blas
encontró un remanso de paz en el que aislarse y empezar a tejer una
nueva red de recuerdos que eliminase los anteriores. Las clases de
Química con la profesora Wilmer y sus avalorios imposibles, las
tardes leyendo en los jardines del patio y fumando a escondidas, o
las horas tratando de convencer a Julia para que subieran a su
habitación, donde no estaría Alfredo, su compañero de cuarto, su
único amigo. Tal vez sí aquellas manos pequeñas, tal vez también
aquel perfil de algo que parecía una sierra o un prado larguísimo,
o tal vez también unas voces de niños gritando en una calle
estrecha podrían ser recuerdos españoles, recuerdos anteriores al
Instituto Harrelson, pero Blas no les daba importancia, no los tenía
en cuenta, los consideraba imágenes residuales como las que se
tienen cuando uno despierta, cuando los sueños terminan su función,
y quedan escenas en la retina que aún no se han olvidado. Pero
Julia, Julia desnuda la primera vez que lo hicieron, la profesora
Wilmer y sus experimentos absurdos, o Alfredo, Alfredo explicando
batallas de su barrio y sus partidos de futbol, aquellos sí eran
recuerdos válidos, historias que ahora explicaba con ternura, sin
remordimientos, sin olor a alcohol, sin acento de España.
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