15 noviembre 2013

Una historia hondureña

Blas, el hijo de Lolo, no recordaba nada de su infancia. Su primer recuerdo se remontaba a la adolescencia, a su primer día de clase en el Instituto Harrelman, un centro privado de enseñanza secundaria que estaba en la Avenida Cortés, en Tegucigalpa. Su padre lo había matriculado entre las prisas de la mudanza, como si se tratase de una gestión más, de un mueble más, de otro elemento más de la lista de tareas que había que tachar, una a una, para poder olvidar de una vez por todas su pasado español. Blas recordaba entrar por las amplias puertas del Instituto sintiéndose empujado por la espalda, como si algo o alguien lo estuviera obligando a nacer. Que no pudiese recordar nada de su pasado anterior, Blas sabía que se debía a algún tipo de bloqueo mental, y si jamás tuvo la más mínima curiosidad, la más mínima tentación de tratar de escarvar en la memoria, fue por el legado de actitudes que le dejó su padre. Lolo solo hablaba de España cuando estaba borracho, y cuando lo hacía, las historias eran tan inconexas como inverosímiles, y a Blas le generaban un rechazo parecido al que se siente cuando se oyen desvaríos de una persona que ha perdido la razón. Blas aborrecía tanto la peste a alcohol de su padre como la sordidez de su anecdotario. Y en el Instituto Harrelson, en régimen de internado completo y con salidas de fin de semana no obligatorias, Blas encontró un remanso de paz en el que aislarse y empezar a tejer una nueva red de recuerdos que eliminase los anteriores. Las clases de Química con la profesora Wilmer y sus avalorios imposibles, las tardes leyendo en los jardines del patio y fumando a escondidas, o las horas tratando de convencer a Julia para que subieran a su habitación, donde no estaría Alfredo, su compañero de cuarto, su único amigo. Tal vez sí aquellas manos pequeñas, tal vez también aquel perfil de algo que parecía una sierra o un prado larguísimo, o tal vez también unas voces de niños gritando en una calle estrecha podrían ser recuerdos españoles, recuerdos anteriores al Instituto Harrelson, pero Blas no les daba importancia, no los tenía en cuenta, los consideraba imágenes residuales como las que se tienen cuando uno despierta, cuando los sueños terminan su función, y quedan escenas en la retina que aún no se han olvidado. Pero Julia, Julia desnuda la primera vez que lo hicieron, la profesora Wilmer y sus experimentos absurdos, o Alfredo, Alfredo explicando batallas de su barrio y sus partidos de futbol, aquellos sí eran recuerdos válidos, historias que ahora explicaba con ternura, sin remordimientos, sin olor a alcohol, sin acento de España.

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