Ojalá
todo el mundo fuera como tú, me dijo. En verano se agudizan las
molestias incívicas y se suelen trasladar a la residencia de verano
todas las quejas acumuladas en invierno; la chica había dicho
aquello de manera inocente, sin más intención que agradecerme, como
felicitándome porque por fin alguien recogía la caca del perro,
seguramente cansada de encontrarse los desperdicios por el suelo,
molestando la salida de su casa, incomodándola, sufriendo por si su
hijo pisaría las heces, y después tenerlas que limpiar, etcétera.
Pero a mí
aquella frase más bien me produjo una turbación que en absoluto
hubiera esperado en aquella tarde de sopor y siestas mal dormidas, en
aquel paseo con mis dos perros, frente al mar, todo en principio tan
sencillo. Ojalá todo el mundo fuera como tú, y de repente
imaginar un mundo en que, literalmente, todo el mundo fuera como yo,
las calles plagadas de réplicas exactas de mi persona, y no es que
me tenga en baja estima pero la imagen era intolerable, nadie más
que yo en todas partes, qué horror, qué ausencia de variedad, qué
rutina exasperante, qué exagerado y diabólico monopolio narcisista.
La cuestión
era grave: no solo tú no existirías, sino que tampoco mi familia,
mis amigos, nadie; tal vez inlcuso en los carnés de identidad solo
hubiera un número, y cuál sería, ¿acaso un horrible y despiadado
uno para todo el mundo? Pero además en las conversaciones todas las
temáticas girarían entorno a mí, solo mis temas, mis rutinas, mis
pasiones, mis conocidísimos discursos, mis eternos miedos; qué
vértigo inasumible.
Por aquel
entonces había encontrado una oferta en una tienda asiática de tres
rollos de bolsas para las cacas de perro por noventa céntimos, una
opción muy barata y además graciosa porque las bolsas eran rosas,
azules, incluso alguna en blanco y negro con una especie de topos en
forma de pezuña. Yo conocía el tacto de aquellas bolsas a la
perfección, la manera exacta en que había que cortar en la fractura
para que no se rompiera la bolsa, el método correcto para no
ensuciarse los dedos, incluso la postura idónea para no absorber
ningún aroma durante el proceso.
Por eso
sabía que la operación no resultaría demasiado complicada. Había
llegado a casa derrotado por aquella sentencia, por aquel deseo
malvadísimo y atroz que aquella endiablada chica había lanzado así,
sin más, con tan funestas consecuencias para mi imaginación, que
había vuelto a perder el norte, como tantas otras veces en el
historial de una mente aficionada a la tribulación, perdido en un
infierno de suposiciones terribles: todo el mundo como yo, el mundo
se va al garete, el colmo insostenible del egocentrismo, un auténtico
genocidio producto del absolutismo de un solo individuo.
Sabía que
la operación no era demasiado complicada pero todo dependía todavía
de un factor importantísimo: el camión de las basuras no debía
haber pasado todavía, porque en ese caso, en ese caso el más
pérfido horror, no habría vuelta atrás y la inocente solicitud de
aquella chica podría llegar a cumplirse, así que después de
sudores y gritos y llantos quebrados como en las grandes ocasiones de
delirio íntimo, salí literalmente corriendo hacia la papelera donde
recordaba haber depositado la hermosa bolsita rosa con la caca
endemoniada, con la mierdecita perversa y envenenada que podría
enviar toda la estirpe al más terrible de los desastres.
Es cierto
que durante la operación hube de descuidar mi higiene en algún
momento, pero los daños colaterales (cuatro impregnaciones en los
dedos, la adquisición de un ligero tufo en el dorso de la mano) eran
mínimos en comparación con la ignominia que, de no haberme tragado
orgullo y modales, nos hubiera destrozado a todos.
Pero pude
cumplir con mi misión. Ya era de noche y conseguí colocar la caca
en su debido lugar, sin testigos, enfrente de aquel frío y turístico
portal. Pero las gestas gloriosas siempre cierran un círculo, y tal
vez por eso tuvo que suceder que justo cuando daba por terminada mi
operación, mientras miraba con una profunda satisfacción y despecho
la caca culpable de todos los desvaríos de aquella tarde, la
mismísima chica que había empezado todo aquel descalabro, salió
por el portal.
En la mirada
que nos dirigimos cuando hubo entendido qué estaba haciendo yo ahí,
no hubo agresividad, ni reproche, ni tan siquiera sorpresa. Estoy
seguro de que ella también había recapacitado sobre su frase, y que
entendía perfectamente mi acción. Sin decirnos ni una sola palabra,
nos despedimos con un mínimo gesto de complicidad, y pude volver a
casa, por fin tranquilo, pero también con la sensación de haber
llevado a cabo el gesto más heroico de mi mínima existencia, y como
en la más grande de las historias épicas contadas y por contar,
sentí el infinito placer secreto de saber que acababa de salvar del
ocaso a la mismísima humanidad.
1 comentario:
FRESQUETE, SENCILLO Y DIVERTIDO!!
la caca que salva a la humanidad.
Molt bé noi!
besico.
Dafne
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