22 agosto 2013

El día que salvé a la humanidad del desastre


Ojalá todo el mundo fuera como tú, me dijo. En verano se agudizan las molestias incívicas y se suelen trasladar a la residencia de verano todas las quejas acumuladas en invierno; la chica había dicho aquello de manera inocente, sin más intención que agradecerme, como felicitándome porque por fin alguien recogía la caca del perro, seguramente cansada de encontrarse los desperdicios por el suelo, molestando la salida de su casa, incomodándola, sufriendo por si su hijo pisaría las heces, y después tenerlas que limpiar, etcétera.

Pero a mí aquella frase más bien me produjo una turbación que en absoluto hubiera esperado en aquella tarde de sopor y siestas mal dormidas, en aquel paseo con mis dos perros, frente al mar, todo en principio tan sencillo. Ojalá todo el mundo fuera como tú, y de repente imaginar un mundo en que, literalmente, todo el mundo fuera como yo, las calles plagadas de réplicas exactas de mi persona, y no es que me tenga en baja estima pero la imagen era intolerable, nadie más que yo en todas partes, qué horror, qué ausencia de variedad, qué rutina exasperante, qué exagerado y diabólico monopolio narcisista.

La cuestión era grave: no solo tú no existirías, sino que tampoco mi familia, mis amigos, nadie; tal vez inlcuso en los carnés de identidad solo hubiera un número, y cuál sería, ¿acaso un horrible y despiadado uno para todo el mundo? Pero además en las conversaciones todas las temáticas girarían entorno a mí, solo mis temas, mis rutinas, mis pasiones, mis conocidísimos discursos, mis eternos miedos; qué vértigo inasumible.

Por aquel entonces había encontrado una oferta en una tienda asiática de tres rollos de bolsas para las cacas de perro por noventa céntimos, una opción muy barata y además graciosa porque las bolsas eran rosas, azules, incluso alguna en blanco y negro con una especie de topos en forma de pezuña. Yo conocía el tacto de aquellas bolsas a la perfección, la manera exacta en que había que cortar en la fractura para que no se rompiera la bolsa, el método correcto para no ensuciarse los dedos, incluso la postura idónea para no absorber ningún aroma durante el proceso.

Por eso sabía que la operación no resultaría demasiado complicada. Había llegado a casa derrotado por aquella sentencia, por aquel deseo malvadísimo y atroz que aquella endiablada chica había lanzado así, sin más, con tan funestas consecuencias para mi imaginación, que había vuelto a perder el norte, como tantas otras veces en el historial de una mente aficionada a la tribulación, perdido en un infierno de suposiciones terribles: todo el mundo como yo, el mundo se va al garete, el colmo insostenible del egocentrismo, un auténtico genocidio producto del absolutismo de un solo individuo.

Sabía que la operación no era demasiado complicada pero todo dependía todavía de un factor importantísimo: el camión de las basuras no debía haber pasado todavía, porque en ese caso, en ese caso el más pérfido horror, no habría vuelta atrás y la inocente solicitud de aquella chica podría llegar a cumplirse, así que después de sudores y gritos y llantos quebrados como en las grandes ocasiones de delirio íntimo, salí literalmente corriendo hacia la papelera donde recordaba haber depositado la hermosa bolsita rosa con la caca endemoniada, con la mierdecita perversa y envenenada que podría enviar toda la estirpe al más terrible de los desastres.

Es cierto que durante la operación hube de descuidar mi higiene en algún momento, pero los daños colaterales (cuatro impregnaciones en los dedos, la adquisición de un ligero tufo en el dorso de la mano) eran mínimos en comparación con la ignominia que, de no haberme tragado orgullo y modales, nos hubiera destrozado a todos.

Pero pude cumplir con mi misión. Ya era de noche y conseguí colocar la caca en su debido lugar, sin testigos, enfrente de aquel frío y turístico portal. Pero las gestas gloriosas siempre cierran un círculo, y tal vez por eso tuvo que suceder que justo cuando daba por terminada mi operación, mientras miraba con una profunda satisfacción y despecho la caca culpable de todos los desvaríos de aquella tarde, la mismísima chica que había empezado todo aquel descalabro, salió por el portal.

En la mirada que nos dirigimos cuando hubo entendido qué estaba haciendo yo ahí, no hubo agresividad, ni reproche, ni tan siquiera sorpresa. Estoy seguro de que ella también había recapacitado sobre su frase, y que entendía perfectamente mi acción. Sin decirnos ni una sola palabra, nos despedimos con un mínimo gesto de complicidad, y pude volver a casa, por fin tranquilo, pero también con la sensación de haber llevado a cabo el gesto más heroico de mi mínima existencia, y como en la más grande de las historias épicas contadas y por contar, sentí el infinito placer secreto de saber que acababa de salvar del ocaso a la mismísima humanidad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

FRESQUETE, SENCILLO Y DIVERTIDO!!

la caca que salva a la humanidad.
Molt bé noi!

besico.
Dafne