Dani
llegaba siempre puntual, a la una y media, con sus andares de
hermano, con su sonrisa pacífica. Para entonces Leo (nuestro padre)
ya se había aburrido un buen rato en la televisión: el programa de
desastres naturales, las tertulias de política, la exasperante
publicidad. Marga, todavía en la cocina, saldría un momento a
saludar, a captar las primeras impresiones, la infalible diagnosis de
una madre que lo presiente todo. Después entraría yo, un pelín
tarde, ya habéis abierto una de patatas, pues abro otra, quién
quiere una cerveza, está bien, fumemos. Y entonces el fluir de la
conversación, el trabajo de Dani, las cosas de Cambrils, el rugby,
el padre echándose unas risas con sus muchachos. Y siempre a las
dos, irremediablemente puntuales, la mesa ya estaba lista, qué hay
para comer, va a estar riquísimo, acércame el plato, pásame el
vino. Así eran los sábados: mientras comíamos y hablábamos,
interrumpiéndonos los unos a los otros, deshilachando temas de aquí
para allá sin destino claro, tejíamos la lenta red que envuelve eso
que llaman familia, el pequeño y enorme universo que los años
sedimentan. Después del segundo plato venía el postre, y entonces
el juego de ver quién tenía el privilegio de repasar el poco helado
incrustado en el envoltorio. El ritual se completaría entonces con
la llegada de la siesta, una tradición irrenunciable, una dispersión
ordenada y mecánica: yo voy al sofá, yo a la cama grande, yo me voy
abajo. Y algunas veces la reunión terminaba aquí; el café de la
tarde ya era como de otro momento, tenía otro ritmo, era ya solo un
corto preludio de la continuación de nuestras vidas, del siguiente
segmento de tiempo sin vernos hasta el próximo sábado. Pero en
ocasiones, tal vez porque fuera verano, tal vez porque no había nada
más que hacer, el café se tomaba en la terraza, y entonces
descubríamos el reverso de la fotografía, las palabras que no
cabían en el primer debate, una tranquilidad conocida, la vaga
fantasía de volver a estar juntos los cuatro, solo los cuatro.
Aquella tarde de agosto, aunque sonara un teléfono, aunque se
disolviera definitivamente la reunión, yo diría Dani no te vayas,
estamos tan bien aquí, y él asentiría con expresión sincera, se
marchaba pero comprendía, y ese minúsculo lapso de constatación de
armonía haría tan feliz a nuestra madre, les haría tan felices a
los dos, que no lo podrían evitar confesar después. Sintieron como
si todos los círculos se cerrasen en un mismo punto, como si toda la
aventura de vivir y formar una familia alcanzase un punto de
esplendor momentáneo, una iluminación breve pero sublime, una
ráfaga de amor que no les iba a abandonar hasta la próxima reunión,
hasta la próxima comida, hasta el siguiente sábado.
2 comentarios:
"como si todos los círculos se cerrasen en un mismo punto, como si toda la aventura de vivir y formar una familia alcanzase un punto de esplendor momentáneo, una iluminación breve pero sublime"
Qué difícil describir momentos así,
y que bien lo has conseguido.
He podido sentir esa sensación de plenitud divino-cotidiana.
BELLO.
SÍ SEÑOR!!!
Dafne
lo he sentido muy cerca.
he tenido la suerte de entrometerme en alguno de vuestros sabados y un poquito en vuestra vida.
maravillosa familia! Os quiero!
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